Y ahí está él. Tocando los últimos acordes de su guitarra gastada. No sabe muy bien qué tocar, porque ahora ella se ha ido y dice que no volverá nunca. Un fuerte latido le abate, le raja las venas, le hace mirar cauto. Se pregunta qué habrá sido y que será lo que ya no es, y eso aún le parece más oscuro que cualquiera de los relatos de Edgar Allan Poe. Le quiso hasta hacerse daño. Tanto que nadie podría equipararlo jamás. Ahora tiene amnesia y no recuerda la canción, pero ella la escucha en su mente, en alguna parte y ve sus labios acercándose cada vez más para besarle la frente antes de dormir. No me mires, es lo último que dijo, mientras apagaba el cigarro a medio acabar. Cerró sigilosamente, pero no se llevó nada. Él mira sus cosas, pero están vacías, lo que más le gustaba de ella era su libertad, no necesitaba de nada para seguir existiendo. Sólo su sonrisa y su esbelto cuello, engrandecido por mil caricias, algunas de ellas de mentiras de bar. Pasa página, le dicen, pero él ya ha olvidado las notas que le obligan a seguir.
1 comentario:
Siempre se quiere hasta hacer(se) daño. Heridas profundas. Pero el cicatrizar de las heridas da gustirrinín.
Tal vez, lo único que él tiene que hacer es recordar las notas y apuntarlas en un cuaderno bonico para que no se le vuelvan a olvidar.
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