Ser sepulturero es un oficio más.
El sepulturero era un tío normal, que llevaba vaqueros y no una de esas túnicas de la muerte que aparecen en todas las pelis de terror. Un tío currante, sin miedo a la muerte y sin miedo a la vida. Un tío que llegaba a casa y preguntaba como cualquier otro,
-¿qué hay de comer?
La muerte no tiene por qué quitar el hambre a nadie, dice. Dice también que si no lo hace él lo hará otro y cree sinceramente que a él se le da realmente bien como para que otro ponga sus manazas y lo ensucie todo. Está orgulloso de hacerlo de una forma limpia, de tal forma que no queden huellas que separen este mundo del otro. Sabe que su oficio está muriendo, pero está contento y silba mientras termina la faena, deja su pala y va caminando a casa observando las primeras flores de primavera.
El sepulturero está contento y no ve por qué no debe estarlo. Cierra la puerta tras de sí y besa a sus preciosas niñas, que acaban de llegar del colegio.
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