Ahora ella no encuentra a nadie que cuide de ella. Se ha convertido en una mujer casi perfecta, sin esa 110 de pecho como dice bromeando, y con alguna que otra arruguilla, pero todo está en su lugar exacto. Esperaba inviernos nevados paseando por Central Park, pero ahora todo está lleno de turistas, y Nueva Cork ya no tiene la gracia de las cabinas antiguas y los carritos de bebé de madera. Ahora la vida está en el extrarradio y los buzones están de vacaciones. Ella ha salido a pagar el piso y a recoger el coche del taller. Cuando llegue a casa nadie cuidará de ella, y no le quedará más remedio que resignarse y ver las estrellas reflejadas en las botellas de cristal. Ya no le hacen ninguna gracia sus chistes, si es que alguna vez se la hicieron. Él le dedicó muchos libros, en cada uno de ellos aparecía una musa rubia, lánguida y delgada, como una muñeca de porcelana. Ella le dedicó todas sus canciones y alguna más e incluso ahora, que todo ha muerto ya, no le queda más remedio que seguir haciéndolo. Él dice que sufre mucho más que ella, y que se siente como un desertor, pero ahí está, de pie, diciendo adiós, cazando otro tren. Ella ahora lee a Bertolt Brecht, monta en bicicleta y peina a sus niños por las noches, sin olvidar perderse de vez en cuando en algún cuchitril del centro de Madrid, donde siempre habrá alguien que le pida una canción, que hace tiempo que ha olvidado ya.
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