domingo, 5 de octubre de 2008

Trazos

Su hora de despertar era cuando el cristal se rompía, y cuando la olla express hacía ese ruido insoportable a punto de estallar. Era como el último tren que había perdido, o como el primer tren que nunca llegó a coger. Entonces dibujaba. Sus pálidas manos trataban de dar forma y color a figuras inexplicables, pero fabulosas. Era el único momento del día en el que se sentía feliz, formando parte de algo, y viviendo, porque para ella la vida era algo secundario, un examen parcial para llegar al final de todo. Al pintar olvidaba todas esas caras horribles que no le llevaron a ninguna parte en la vida. Por ejemplo la vieja bruja de su jefa, que trataba de pintarse más labios que los que realmente tenía, y que su mísero sueldo no le permitiría tener jamás. Era curiosa su forma de caminar, como la de un avestruz, tratando de mirar siempre por encima del hombro a los demás. Ella creía ser importante, pero todos sabían lo que era cuando se quitaba el maquillaje. Todos, menos ella. Esta y otras muchas caras eran borrones en una larga lista de decepciones y de amargos sentimientos. Por cada una de ellas, en el cuadro, pintaba una línea negra, y así es como ella intentaba empezar de nuevo.



1 comentario:

Miguel Venegas dijo...

No sé para qué quieres que te ayude a escribir, si lo haces mejor que yo...
Un beso... te lo daré en persona