sábado, 8 de junio de 2013

El espejo

Cuando llegué al nuevo mundo no tenía un espejo para verme cada día. Las paredes estaban manchadas de gotas del rocío. No sabía cómo era mi cara o si tenía cara o había dejado de tenerla e iba por ahí como esas personas sin rostro de las novelas de ciencia ficción. Una parte de mí había quedado quebrada. Acariciaba lo que debería ir en el lugar de mi rostro, pero sentía como si se tratara de arcilla moldeable y otras veces la cara de un bebé recién nacido. Pasaba los días mirando los autos a ver si podía llegarme un sólo reflejo de los mismos que me devolviera una parte de mí. Pero eran rápidos como un rayo y solo me regalaban una cara deforme, sucia, húmeda, difuminada. En ese momento empecé a imaginar que yo era esa pobre estampa que los autos me regalaban. Y salía día tras día, buscando una parte de mí y trabajaba en reconstruir esa imagen con pedazos del pasado y reflejos cristalinos del presente. Me veía a mí misma como ese protagonista de "Abre los Ojos" caminando en medio de la Gran Vía, solitario y deforme y tan perdido en sus propios pasos y en su futuro y su pasado y lo que nunca fue. Como un Batman sin injusticias contra las que luchar.

Después me alcanzaron los pesos y pude instalar un espejo barato en casa. Me acerqué, sigilosa, no sabía si lo que iba a encontrarme iba a gustarme o no. Asomé la cabeza y no reconocí lo que vi. Cerré rápido la puerta como un niño que intenta aislar a los malos y salí a la calle a tomar aire fresco. Desde entonces sigo caminando, sigo caminando y veo esos reflejos que son como descargas, reconfortantes, destellos de mí, o de él, o de ella...





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