Sabía que sería la última pastilla. Había jurado como juran los niños que no volvería a repetirse, que no necesitaría drogarse cada vez que tenía que salir a comprar el pan, o hablar con extraños, o montar en el metro o mirar, simplemente, mirar. La vida se le estaba haciendo interminable mientras veía sus programas de televisión favoritos.
-Quita los pies de encima de la mesa, ¿eso es lo que te he enseñado?
Aprendió el padre nuestro, tarde quizá, pero lo aprendió. Y a los once años ya empezaron a atraerle los incipientes pechos de sus compañeras de clase. Pero le miraban como si se tratara de un ser de otro planeta, y lo cierto es que muy probablemente lo era.
-Este es tu uniforme. Te lo descontaremos de la paga mensual.
Su trabajo ahora consistía en no pensar y en no hacer demasiadas preguntas. Lo único que tenía que saber era separar las patatas de las alitas de pollo y los aros de cebolla de los nugets. Le parecía un trabajo ridículo como tantos otros, pero ¿qué no lo era?
-No me gustas, no me gustan los chicos con los dientes amarillos.
Estaba muy enamorado de ella. Le gustaba cómo jugaba con su pelo cuando se ponía nerviosa o su manera de mirar a ninguna parte como queriéndolo ver todo. La última vez quizá fue demasiado tarde para empezar nada y todo resultó ser un chiste.
-Lávate los dientes. Dios sabe que si no lo haces, nunca te casarás.
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