Escribo estas líneas lejos de aquella isla que nos vio sonreír, que nos vio amar. Ahora la arena del mar de aquellos días parece de seda, casi invisible, muy pulcra, fina y ausente. Lo que vieron nuestros ojos, quizá perdure en nuestro recuerdo, pero los que fuimos entonces siguen allí caminando por las calles pedregosas de Ortigia, buscando algún rincón más para llevarse en los bolsillos. Incluso mi estupidez caprichosa y tu gesto cansado siguen allí, esperando ver un nuevo templo, bañado por los siglos, y sin embargo grandioso y perfecto, sosteniéndose en sus últimos pilares, poco tiempo queda ya. Entonces los silencios fueron oportunos, y el día caía sin prisa, arropándonos con sus últimas caricias de verano. Y es triste y a la vez bonito recordar esos buenos días en los que nos zambullíamos juntos y salíamos a flote para mirarnos a los ojos y ver en ellos toda la verdad y todo el amor del mundo.
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