martes, 22 de julio de 2008

I

Elena me recordaba al tipo de chicas con bragitas de abuela y cara de ángel, que salían en una de esas pelis de Truffaut vendiendo el ‘New York Herald Tribune’ por los Campos Elíseos. Formaba parte de las tías competentes y hablabla lo justo para que no te empezara a doler la cabeza. Algunos días íbamos al bosque y buscábamos ardillas. Pero ellas siempre corrían más y sabían dónde esconderse. Cuando nos empezábamos a cansar de perseguir sueños rotos, tirábamos piedras al río, intentándolas hacer tocar el agua como hacían los chicos de verdad, pero sólo has hacíamos caer como plomo. Por las noches ella soñaba cosas horribles, y sufría mucho. Soñaba con vírgenes que sangraban lágrimas de cristal. Cuando despertaba parecía feliz. Ella era una de esas personas que parecen de mentira, sólo por su forma de mirar las cosas. Un día hablábamos del futuro mientras fumábamos unas caladas en lo alto de la azotea. Nuestros pies colgaban como queriendo unir la inmensidad con nuestros cuerpos aún esbeltos y dorados por la brisa marina. Ella se lanzó al vacío de repente y yo noté que perdía entonces una pierna. Pero Elena siempre había sido muy buena con la gimnasia rítmica y además era muy buena contando mentiras, así que salió de su escondite y seguimos hablando de cualquier otra cosa, porque cualquier cosa que habláramos era mucho mejor que no hacer nada.

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