sábado, 12 de abril de 2008

Mateo

Mateo tenía una sola cosa que hacer: morirse. Todos los días, al despertarse, pensaba en el gran día en el que dejaría de ser para pasar a ser otra cosa o a no ser nada. Desayunaba, sacaba al perro, fumaba un cigarro y mientras tanto soñaba con su último aliento, la última ráfaga de luz que entraría en su ataúd. Todos los días, después de sacar al perro, compraba el pan y se lo entregaba a su madre. Muchas gracias, decía su madre. Mateo respondía: de nada. Madre, pronto moriré. Su madre pensaba que eran locuras de niño chico y hacía cada día magdalenas para endulzar su alma. A Mateo no le gustaban, pero las comía, igual que paseaba al perro y leía libros, con el único sentimiento constante de querer morir. Un día mientras sacaba a Panda, que así se llamaba su perro, conoció a Eugenio, el mendigo del parque. Eugenio le contó la historia de su vida, y le explicó por qué con tan poco era feliz, si no tenía nada. Eugenio era un ser tan libre, que disfrutaba con cada gota de lluvia que mojaba su cara. Mateo pareció convencido después de escucharle. Subió a casa y le dijo a su madre: Madre, he decidido no morirme. Su madre, loca de contenta le abrazó muy fuerte, como si no hubiera mañana y le dijo: Lo siento hijo, se me han quemado las magdalenas hoy.



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