Lo primero que hizo al despertarse esa mañana fue ver el rostro de su acompañante, un hombre de unos cuarenta y tantos de barba dejada, típica de los que no dan demasiada importancia a las apariencias. No recordaba muy bien su apellido, por no decir su nombre, pero la ropa que salpicaba la moqueta, le hacía pensar que se trataba de algún alto cargo de su empresa, alguien que jamás había visto, pero que estaba en alguna parte, en alguna parte donde sí pudiera ver a los demás, como se ven desde los aviones las casitas y las fincas, muy pequeñas, como de mentira. Sería repetitivo decir que llevaba anillo de casado, pero lo cierto es que así era, y ella, lejos de sorprenderse, asintió como diciendo “qué iba a ser si no”. Sus medias, que acompañaban a la ropa de él, en el suelo, estaban recorridas por varias carrerillas, lo que le hizo pensar, que había sido algo apasionado, como siempre había imaginado. Lástima, pensó, que no se acordara de nada, y que lo único que viera ahora fueran los restos, como las banderillas y los vasos de plástico que quedan después de una fiesta mayor. Lejos de preocuparse, y de pedir explicaciones o de preguntarle su nombre e intentar conseguir alguna cita futura con él, comenzó a vestirse, sigilosamente, y cogió su ropa, mientras de puntillas trataba de pensar como salir de ahí. No sabría lo que haría después de salir por la puerta, pero de momento lo que estaba claro, es que esas medias estaban inutilizables.
1 comentario:
Decidió dejar el alcohol para curar heridas.
Publicar un comentario