Sabían que no volverían a verse. Sabían que no volverían a compartir cigarrillos ni champú ni crema de dientes. Era mejor asumirlo cuanto antes. Él ya no le llevaría comics y ella ya no escribiría cartas el día de su cumpleaños. Las fotos, los libros, las pelis, las fotos, los viajes, las fotos… todo quedaba en el olvido, en un cajón desastre, en un rincón olvidado. Se confundirían muchas veces. Llamarían a sus amantes con nombres equivocados y evocarían lugares en los que se habían besado tantas veces. Los diálogos audaces de Annie Hall les parecerían miserables e inoportunos, porque nadie entendería jamás la complicidad que les unía a esa gran película. Pondrían dos cubiertos donde ya solo había uno y llamarían a las cosas por su nombre, sin usar eufemismos, propios de las personas que aman y no hacen daño. Él ya no sabría si ella llegaría lejos, donde se había propuesto y ella no sabría si el se mantendría al pie del cañón, donde tanto le gustaba estar desde que era un niño. Y lo peor de todo es que los dos lo conseguirían, y los dos desearían que el otro lo supiera, y en ese momento, al llegar a la meta, se darían cuenta de que no había nada más triste, y que el camino andado, no había servido para nada.
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