Se levantaba todas las mañanas poco dispuesta a trabajar con su compañero de tajo, que a la vez era su tío, y a veces su marido. Llevaba cincuenta años en la fábrica de tejidos del pueblo, y puntilla a puntilla era como se ganaba la vida, y como alimentaba a sus hijos, y como mantenía viva a su madre, postrada y ciega en una cama desde hace años. Ella tenía su destino marcado, mientras que las demás iban con vestidos bonitos a la ciudad y corrían mejor suerte.Tenía cinco minutos libres en la faena, pero ella los aprovechaba para adelantar trabajo, así a veces podía irse más temprano, y correr a través del cerro para tenerlo todo listo y cenar conejo, o sobras del día anterior.Sus únicas plegarias iban destinadas a no morirse, ya que no quería dejar a sus hijos solos con su tío-marido, y prefería tener las uñas rotas y las manos malheridas a sucumbir a su tarea de gallina andaluza.
Con los años supo que esto no podía durar eternamente, así que encerró a su tío marido en el desván de telas usadas, y cuando le encontraron, ya sólo era una pieza más del decorado antiguo y olvidado.
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