domingo, 19 de octubre de 2008

La pianista

Irene tenía una asombrosa vida, un asombroso coche y unas asombrosas manos. De hecho, era modelo de manos y aparecía en los catálogos de guantes, anillos, uñas postizas, manicura, relojes… En fin, en todo tipo de catálogos con todo tipo de manos y todo tipo de fines. Normalmente no podía fregar, y en invierno, siempre llevaba guantes a todas partes. No es de extrañar que hasta estuviera pensando en asegurarlas. Sin embargo, aunque se trataba de unas manos muy codiciadas, habían sido pensadas para otro fin. El piano. Su madre la había educado para que fuera una buena pianista. Pasaba horas y horas tocando melodías hasta el aburrimiento absoluto. Mientras las otras niñas saltaban a la goma o jugaban a las muñecas, ella tocaba el Canon de Pachelbel. Su madre creía que la música le emocionaba realmente, pero la verdad es que lloraba de rabia por no poder hacer cosas propias de su edad. Ahora tenía un novio. Un novio con las manos grandes, ásperas y peludas. A veces es cierto eso de que dos polos opuestos se atraen, pero en este caso, Irene procuraba no darle la mano, a no ser que llevara los guantes puestos. Las virtudes empequeñecen a quien abusa de ellas, o eso es lo que saco yo en claro de esta historia.


1 comentario:

Anónimo dijo...

Y mis manos se quedaron pequeñas. Y las miro buscando un porqué (o puede que una habilidad especial). Se quedaron chiquinas, poca cosa. Igual que yo, que quiero crecer (en espíritu, en mente) pero mi cuerpo paró.


Ayyy, qué bonitos textos. Mañana la veo, señorita.